Esta sociedad nuestra ha entrado en una fase de su historia de crisis aguda y quiero dejar claro eso: que es una agudización de la crisis, o sea del cambio permanente en que se desarrolla el paseo del hombre por este mundo.
El hombre, en su aspecto más material, es un ser cambiante sometido a las leyes de un mundo de por sí cambiante. Y esto es lo que los guías tuertos de este mundo de ciegos o, peor aún, los ciegos que se creen tuertos y se consideran guías de los demás ciegos no aciertan a transmitir. Nos empeñamos en ver, con un enfoque totalmente pesimista, que vamos de mal en peor, que se avecinan fenómenos apocalípticos, el anti-Cristo, etc., etc. Y todo ello envuelto en la negrura del “mal”. Claro, así resulta fácil encontrarnos con hermanos desencantados de la vida, abrumados por el peso de un mal más imaginario que real, hundidos en un mundo que consideran dejado de la mano de Dios,… y así vienen las depresiones, las angustias, los pensamientos suicidas y tantos desequilibrios psíquicos.Nuestra doble naturaleza, humana por vivir en este mundo y divina por nuestro origen, entra en lucha. La una es cambiante, la otra inmutable. Mientras que el espíritu percibe la inmutabilidad divina, el cuerpo se ve sometido al cambio de un mundo que necesita cambiar para ser. Pero el cambio requiere el paso de un estado a otro y si el segundo estado es diferente del primero, algo hay en él que lo hace mejor o peor para el que lo vive, y para ello no dejamos de estar viendo y sintiendo todo con una carga de subjetividad más o menos importante. Esa subjetividad será tanto mayor cuanto mayores sean nuestros apegos a las cosas de este mundo. De este análisis subjetivado de las cosas y hechos de este mundo y de esta permanente dicotomía bien-mal, derivan el sufrimiento, nuestros desequilibrios emocionales, nuestros miedos y nuestras angustias.
No acabamos de entender y, menos aún, de aceptar que esa interacción bien-mal no es sino el motor del mundo. Si solo existiera el mal, el mundo desaparecería: esto nos parece evidente. Pero es que, si solo existiera el bien, el mundo también desaparecería. El problema es que los occidentales hemos creado, en torno a este mecanismo dicotómico, una moral: esto está bien y aquello está mal. Con ello conseguimos tener épocas de una cierta euforia y otras de marcado pesimismo. Recordando unas y angustiándonos por las otras, nos rebelamos. Se nos habla de respetar la voluntad de dios y entramos con ello en una nueva danza de locura y frustración. He escrito dios con minúscula porque a lo que nos referimos en esos momentos de rebeldía es a un dios demiurgo, a un ser que gobierna este mundo y al que asignamos poderes especiales, pero hecho, ¡qué ironía!, a nuestra imagen y semejanza. Pues, bien, al pensar que Dios, convertido subrepticiamente en un dios menor, permite eso que hemos dado en llamar el mal dentro de la rueda de la vida, se nos rompen los esquemas: se nos fractura el alma. Pasamos así de la quiebra psicológica, ya de por sí grave, a algo todavía peor: la quiebra existencial por la que el espíritu “siente” fracasada su misión en este mundo. Si antes había pensamientos suicidas, ahora el suicidio se ha convertido en una perentoria, al menos eso siente el individuo, necesidad.
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