Es una excelente noticia: un arqueólogo afirma haber encontrado, sin lugar a dudas, el Paraíso Terrenal. Lamentablemente se encuentra en bastante mal estado de conservación respecto de lo que en su día fue, si nos atenemos a los relatos bíblicos. Los árboles, ante la falta de agua, amarillean. Sus ramas crecen anárquicamente y sus frutos son escasos o nulos. Los capullos no tienen fuerza para abrirse y caen mustios a tierra. Nadie cuida el que fuera el más maravilloso de los jardines aquí, en la Tierra.
En la rueda de prensa que Mr. Seeker, que así se llama nuestro arqueólogo, convocó para dar a conocer a los medios la noticia, fue interrogado sobre la ubicación de tan antaño maravilloso lugar. La respuesta provocó primero la estupefacción de los presentes y luego la chifla de la mayoría de ellos. Y digo la mayoría porque hubo dos periodistas, Mrs. True y Mr. Wise, que le dieron la razón.
¡Ah!, que ¿dónde estaba situado el Paraíso Terrenal? Pues en el corazón de cada uno, ¿dónde iba a estar si no?
Los párrafos anteriores no son más que una licencia literaria que me he concedido porque siempre he pensado que los más profundos misterios teológicos y filosóficos, religiosos o morales, no pueden, ni deben, estar reñidos con el buen humor. La simpleza de muchas mentes, la deformación, intencionada o no, de mensajes escritos en los albores del tiempo, el hecho de que lo fueran en lenguas hoy muertas y nuestras ataduras mundanas han favorecido el hecho de querer atribuir una localización geográfica al perdido Paraíso Terrenal. Y, sin embargo, todos y cada uno de nosotros tenemos ese ansiado Paraíso en nuestro interior, solo que no lo sabemos y los que lo intuyen, no siempre saben abrir las puertas del Jardín, han perdido las llaves, o son ya muy ancianos, eso creen ellos, para saltar la valla y entrar al estilo “okupa”.
Y, ahora que nos hemos enterado de dónde está el Paraíso ¿cómo podemos pasar unas vacaciones en él? Pues mirad, es a la vez sencillo y a la vez difícil. Es sencillo porque desde el mismo momento en que sabemos donde está, ya estamos en el él. Y es difícil porque la mayoría de nosotros es incapaz de permanecer en él más allá de unos segundos. Los primitivos anacoretas, conscientes del tremendo impedimento que el mundo introducía en nuestra arqueológica labor de buscadores, se retiraban a la soledad del desierto, pero he aquí que esa misma soledad daba entrada a otros enemigos de su búsqueda. Al final, el extremo ascetismo, la abstinencia de todo lo que podía dificultar el peregrinaje de hombre, le llevaba, claro está, a perderse la experiencia de esta vida, vida que por otra parte la extrema debilidad y las enfermedades se encargaban de hacer muy corta. Poco a poco el hombre sabio, buscador de su reencuentro con Dios, se percató de que esa ansia no podía privarle de vivir su experiencia vital, aquella para la cual se encontraba en este mundo. Por eso, desde hace algún tiempo, los místicos, los hesicastas entre ellos, no abandonan el mundo, Por eso, el Paraíso Interior no puede ser lugar de descanso eterno, de jubilación, sino de reposo, de recuperación. En efecto, el Sagrado Templo de nuestro Corazón es el lugar de encuentro con Dios, donde vivimos la unidad con Él, para luego salir al mundo.
El hesicasta, como otros muchos místicos contemplativos, tiene técnicas suficientes para facilitar ese reencuentro con Dios. Ninguna de ellas conlleva encerrarse en una urna de cristal. Todas ellas han sido diseñadas para seres humanos, con sus imperfecciones y sus limitaciones, pero plenos de vida. Simplemente son técnicas que aseguran un mínimo, a veces mucho más, de conexión con el Padre, para luego salir a recorrer, una vez más, los caminos del mundo. No debemos olvidar que el estado perfecto del hombre está precisamente en ser hombre, ser humano y sobre esa piedra levantar la Iglesia de que Cristo hablaba: la del hombre enamorado, apasionado del hombre. La de ese hombre primitivo que no conocía del bien y del mal, porque si queremos amarnos unos a otros como Él nos amó, no podemos saber del mal y del bien, de un mal y de un bien que establecen diferencias entre nosotros, de un bien y de un mal que a unos hace hijos de Dios y a otros hijos de Satanás. No es fácil. A mí me resulta muy difícil y creo que a vosotros también. Por eso necesitamos ese Pan nuestro de cada día que se nos entrega en el Paraíso de nuestro Corazón: solo tenemos que encontrar la puerta de entrada o saltar la valla.
¡Vaya Fernando! Sencillísima y no menos agradable manera de presentarnos la causa de muchos de nuestros males actuales: nustra incapacidad para "ir hacia el interior".
ResponderEliminarEn verdad, nuestro corazón debe ser un Paraiso por donde Dios se pasea y todas las tardes nos visita.
Gracias por la frescura de tu texto