En el día a día de mi profesión me estoy encontrando últimamente muchos hermanos desesperados, más de lo habitual. Los pequeños contratistas andan desesperados por la falta de contratos, por el abuso de quien tiene que pagar y no puede o no quiere, por el abuso de quien aplica la parte injusta de la ley de la oferta y la demanda y paga menos de lo que realmente cuestan las cosas. Los empleados de las grandes contratas andan con miedo de que, amparándose en la “mala situación económica”, sus empresas les puedan despedir.
Pero no hace falta, entrar en el mundo de la ingeniería o en el de la construcción. Las conversaciones en la calle giran en torno a lo mismo, salvo cuando hay futbol (igual que en la época de los romanos. En este aspecto no hemos avanzado mucho).
Lo peor de todo es que uno percibe una cierta incapacidad de ayudarles. Hay como un fatalismo en la microeconomía de los hogares y de las pequeñas empresas que se proyecta sobre la macroeconomía de las naciones y rebota y se crece. Es un fatalismo que obnubila la mente de una gran parte de nuestros hermanos, y a veces de nosotros mismos, y les limita a buscar soluciones en el agotado mundo en el que hasta ahora se han movido.
No es la primera vez que esto ocurre en la historia de la Humanidad. Es algo característico del hombre y en lo que el hombre, a lo largo de su historia viene dando pasos, pasitos más bien, para resolverlo. Nuestro afable Evagrio ya avisa de esta trampa que absorbe nuestra mente y nuestras fuerzas. Y es que el “demonio del dinero”, como él llama a esta forma de ser, recurre a poderosas y sutiles ardides para manipular al hombre. Entrar en el manejo del dinero, y lo mismo vale para el poder, aun con la escusa de hacer el bien ha hundido a muchos hermanos voluntariosos y a muchas instituciones religiosas y sociales en las arenas movedizas de la “economía” y no han sabido salir de ellas. Salir de esta trampa mortal requiere una renuncia total que, si a nivel individual es difícil, en el ámbito institucional, puede rozar los límites de lo imposible. En este sentido, nos dice Evagrio: “Pero nosotros, para conjurar la desgracia que tales pensamientos puedan producir, ¡queremos vivir dando gracias en nuestra pobreza! De hecho, nada hemos traído a este mundo ni nada, por cierto, podremos llevar con nosotros. Siempre que tengamos con qué comer y con qué cubrirnos, conformémonos con ello (1 Tm 6:7 y ss). Y recordemos a Pablo, que declara: El amor por el dinero es la raíz de todos los males (1 Tm 6:10).”
Antes de este párrafo, Evagrio nos habla de las consecuencias de ese amor por el dinero, aunque sea en el supuesto de su gestión con fines benéficos: “Finalmente, puesto que lleva dentro de sí estos pensamientos y les da vueltas, hace que en seguida se presente el demonio de la soberbia, quien, destellando ininterrumpidamente relámpagos y dragones alados en la celda, termina por ocasionar la locura.” Y es que indirectamente nos está dando la solución para el cambio. Podemos pensar en la revolución de vestirnos todos de harapos y destruir nuestra salvaje civilización y situarnos en la Edad de Piedra. Podemos pensar en cualquiera de las, a la larga, fallidas revoluciones que el mundo han sido. Siempre acabaremos en las buenas palabras, la exaltación de los ánimos, la violencia más o menos controlada o más o menos soterrada y, finalmente, en el olvido práctico, aunque demagógicamente sigamos recitando los enunciados de los principios que movieron a aquellas bienintencionadas gentes. La solución es mucho más simple y tremendamente más eficaz. La solución está en la propia celda, es la pobreza de espíritu que subliminalmente nos presentan como incapacidad intelectual o carencia de motivación sicológica. La pobreza de espíritu entendida como desapego de las cosas de este mundo es el lema de la revolución silenciosa que hemos de realizar en nuestro interior. Pasar por este mundo con el desapego necesario para convertirlo en una experiencia inolvidable es curiosamente también la forma de llevar a cabo la revolución económica que nos demanda esta situación actual.
En Mayo del 68, el lema “la imaginación al poder” inundaba las paredes de los edificios y ondeaba en las pancartas de las manifestaciones. Hoy tendríamos que decir “¡El desapego al poder!”
sábado, 6 de noviembre de 2010
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