Hace tiempo, hoy estoy criticón, me preguntaban sobre cómo el hesicasmo podía ayudarles a relajarse, a dejar atrás el estrés que acorrala a tantos de nosotros. La respuesta fue la evidente, pero no la verdadera. A la hesiquia hay que llegar con los deberes hechos. Hay que llegar con la vestidura de la tranquilidad, el silencio, la calma. No fui, entonces, capaz de explicar lo que el Maestro explicaba con hechos.
Hace poco, algunos lo sabéis, alguien, en nombre de todos nosotros (todos lo pensamos y algunos lo entienden y saben expresarlo), exponía su agobio ante una gestión burocrática que tenía realizar al día siguiente y cómo este agobio le impedía centrarse en lo que quería: sanar.
Criticamos, aquellos que nos creemos poseídos de Dios o, con aún más soberbia, poseedores de la Verdad de Dios, a aquellos que viven obsesionados con sus cuerpos, sin darnos cuenta de que nosotros vivimos obsesionados por nuestro espíritu. Si Dios hubiera querido enviarnos como espíritus perfectos e inmaculados a este mundo, lo habría hecho. ¿No creéis que debe de haber un equilibrio entre cuerpo y espíritu? La experiencia vital que Dios nos ha encomendado está aquí y ahora, con este cuerpo y este espíritu y con esta alma que los gobierna. Nada sobra y nada falta. Entonces, ¿cómo vamos a enmendar la plana al Creador?
Me entristeció en su día, cuando la llegada del Yoga a occidente se tomaba como el descubrimiento de la tila o la valeriana. No era una actitud tan descabellada: ¡habrá que sanar, digo yo, primero el cuerpo si queremos luego sanar el alma!
Si observáis con atención, toda vía mística o, en general, de progresión espiritual, de mejora personal, veréis que empieza, o debe empezar, con unos ejercicios de relajación. Primero empezamos, pues, arreglando, ajustando, nuestro cuerpo y nuestra mente; luego vendrá la elevación espiritual. Así ocurre con el hesicasmo. Las fases preparatorias de toda sesión de meditación persiguen esto mismo. El “romper el reloj”, si es de buena marca mejor; el dejar en la puerta el maletín de ejecutivo, la cesta de la compra, la cartera del cole o las medicinas que me han regalado en la Seguridad Social con mi tarjeta de pensionista; el pensar sobre las estupideces que hago o digo a lo largo del día, sobre lo fundamental de mi pequeñez y de mi impotencia y, finalmente, el derrumbarme, el entregarme a mi Dios y a mi destino en la más pura obediencia, el sentir, que no decir, “en tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu”, son pasitos previos fundamentales para la meditación propiamente dicha.
Todavía otra maldad por mi parte que ya os dije que hoy me he levantado criticón, debe ser lo del cambio de hora: ¿Por qué esta obsesión por sanar a los demás? Podría intentar explicarlo con el conocido dicho de que “vemos mejor la mota en el ojo ajeno que la viga en el propio”. El resultado es intelectualmente el mismo. Pero es mucho más enriquecedor si pensamos que al ansiar la sanación de los demás, estamos realmente buscando nuestra propia sanación, no como un acto egoísta, sino, antes al contrario, como un acto de inmenso amor, de ese amor incondicional que no ve diferencia entre vosotros y yo, porque el que da recibe. Por este sutil pero fundamental motivo es por lo que el sanador debe sanarse antes a sí mismo.
¡Salud de alma y de cuerpo!
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