Nació nuestro santo en la ciudad rumana de Dobrudja, en la desembocadura del Danubio al Mar Negro, allá por el año 360. Repasando su biografía, podemos comprobar que perteneció a una familia poderosa. No es la primera vez que nos encontramos entre los grandes ascetas y místicos, jóvenes hartos de riqueza y poder. El hastío de manjares y placeres, en unos casos, o la insatisfacción espiritual que aquéllos producen en los espíritus inquietos empuja a estos jóvenes al camino opuesto. Pero, si malo es un extremo, el contrario tampoco es aconsejable. No es, pues, el primer Padre del Desierto que busca y propone la moderación, el punto justo de equilibrio en la vida espiritual.
No es, Casiano, un teólogo profundo y bien dotado para la formulación de pensamientos elevados y, así, cayó en planteamientos erróneos, próximos a la herejía pelagiana (Pelagio defendía la inexistencia del pecado original, la no necesidad del bautismo para asegurar la salvación de los recién nacidos, la posibilidad de no cometer pecado por el simple hecho de vivir al margen de la fe cristiana y la posibilidad de alcanzar la salvación al margen de la Gracia de Cristo). Cuando se dio cuenta de su error, su carácter sumiso, dulce y poco proclive a cualquier tipo de enfrentamiento le hizo retirarse y callar.
Aunque algunos de sus textos pueden parecernos algo extremados en su planteamiento y en la terminología empleada, posiblemente más por problemas de traducción que por el significado real de las palabras utilizadas en su idioma original, podemos extraer algunos interesantes. Así extraemos los siguientes párrafos del discurso al obispo Castor: Los ocho pensamientos viciosos.
Empieza, como es habitual en otros autores de la época, con el ayuno. Intenta suavizar las posturas extremas de algunos ascetas de la época, para ello lanza la regla de oro de los Santos Padres: “La regla de continencia y la norma exacta que nos transmitieron los Padres, es la siguiente: el que tome un alimento cualquiera, deberá detenerse cuando aún tiene apetito, sin esperar la saciedad.”Regla que haría mucho bien en nuestra sociedad por simples motivos higienistas. Afirma claramente que “el exceso de cualquier comida la tornan aturdida y somnolienta” (se refiere a la mente).
Afirma, así mismo, que la “pureza perfecta” del alma se alcanza no solo con un ayuno razonable de alimentos, sino con algunas otras virtudes que complementan la simple templanza que, no obstante, es fundamental como inicio metodológico en el camino del ascetismo y de la mística: “Además, para lograr una pureza perfecta del alma, no es suficiente con abstenerse de alimentos, sino que otras virtudes son necesarias. Mucho beneficia a la humildad la obediencia en el trabajo y la fatiga del cuerpo, así como beneficia el mantenerse lejos del amor por el dinero, lo que no significa sólo no tener dinero, sino también evitar desearlo ansiosamente: esto es lo que guía al alma realmente a la pureza. El abstenerse de la cólera, de la tristeza, de la vanagloria, de la soberbia, son todas cosas que producen la pureza global del alma. En cuanto a esa particular pureza del alma, fruto de la templanza, la misma se obtiene con la continencia y con el ayuno.”
En estas fechas que hemos dado en celebrar casi exclusivamente con el estómago, ¿seremos capaces de moderarnos?
sábado, 20 de noviembre de 2010
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