Hace tiempo leí que la práctica mística podía resultar peligrosa para ciertas personas. En aquél momento no lo entendía. No podía comprender que, si tras la nube estaba Aquello que más anhelábamos, esto pudiera causarnos tristeza o, más aún, daño. Parecía una contradicción.
Con el tiempo llegué a entender que el problema venía en muchos casos de la soledad. El hombre, en su aspecto más material, necesita de sus semejantes, en mayor o menor medida. Algunos son casi autosuficientes y otros extraordinariamente dependientes, por su naturaleza o por el devenir de sus vidas. El entorno en que se mueve el hombre occidental es inhóspito. En la selva los hombres del mismo pueblo se apoyan; la supervivencia es algo de todos y no un problema individual. En la ciudad no. En la ciudad la supervivencia física está bastante garantizada, ello hace que no busquemos a los demás. Peor aún, que nos molesten. Si a eso añadimos las prisas, las desconfianzas, los prejuicios y un largo etcétera de incongruencias, pensaremos que el campo de la vida está roturado y abonado para sembrar la semilla de la soledad. Sin embargo, la conclusión es errónea. Es un engaño o la consecuencia de un engaño de nuestro ego.
El ego, sutil enemigo nuestro, siempre busca subirnos a un pedestal aunque eso conlleve el convertirnos en estatua de sal. Sí, podía haber dicho de alabastro que queda muy bien, pero he dicho de sal, porque en estatua de sal se convirtió la mujer de Lot cuando, huyendo de Sodoma, se volvió a ver la ciudad pese a la prohibición del ángel. La sal, en esta historia, es causa de muerte. Volver la vista a las consideraciones mundanas tiene esa consecuencia: la muerte. Pero cuando digo “mundana” no tomo la acepción más peyorativa; no me refiero a la depravación sexual, a la gula desacerbada o a la usura mercantilista, sino a todo aquello que nos ata “irracionalmente” a esta vida.
En contra de lo que podáis pensar, no me he separado del objeto de estas meditaciones. El ego nos acecha hasta lo más recóndito de nuestro corazón. Cuando avanzamos en nuestro caminar místico, llega un momento en que alcanzamos la Iluminación o un atisbo de la misma. No puedo, porque me faltan las palabras, ni debo, porque os privaría de vuestra experiencia, definiros la Iluminación. Pero una de las cosas que sentiréis es una proximidad a todo ser, vivo o inanimado, que veáis o imaginéis. Una proximidad tal que llegaréis a sentir que sois uno con todo lo que os rodea. Y ahí llega el peligro. La mente que no esté preparada sentirá temor, miedo o incluso pánico porque confusamente vivirá, imaginará, la unidad como soledad (si fuera de Dios no hay nada y llegamos a ser conscientes de nuestra unidad con Él, la mente elucubrará que fuera de ella no hay nada) La mente se verá superada por algo que no puede racionalizar y ante ello sentirá miedo.
Este es el peligro a que puede enfrentarse el incauto. Las técnicas de meditación nos ayudan, según la vía escogida, a tranquilizar el cuerpo, a serenar la mente en cuanto a evitar que divague, pero pocas veces la preparan para no tener miedo ante algo que la desborda totalmente como es la unión con Dios. Por este motivo, es importante disciplinar el cuerpo, pero sin olvidar la mente. Así el estudio de las Sagradas Escrituras, de los Padres del Desierto, etc., es fundamental. O en otras palabras la meditación estática que deja parada la mente, debe ser alternada con una meditación más dinámica basada en el estudio. Una vez más llegamos a la conclusión de que el devenir del hombre ha de ser equilibrado y simultáneo en sus tres partes: cuerpo, alma y espíritu. Espero y deseo que mis palabras sirvan para prevenir y no para huir.
miércoles, 14 de abril de 2010
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