Cuando la unidad del espíritu deviene trinitaria, sin dejar de ser uno, el espíritu se une a la mónada trinitaria suprema, cerrando todas las puertas que conducen al error, dominando a la carne, al mundo y al príncipe de ese mundo. El espíritu escapa así enteramente a su ataque, está totalmente en sí mismo y en Dios, gozando de la exaltación espiritual que brota en él en tanto se mantiene en dicho estado. La unidad del espíritu deviene trina y permanece una, cuando él se vuelca hacia sí mismo y sube de si mismo hacia Dios. La conversión del espíritu hacia sí mismo consiste en cuidarse a sí mismo; su ascensión hacia Dios se opera ante todo por la oración: a veces en una oración recogida y concentrada, a veces en una oración más extendida', lo que es más laborioso. El que persevera en esta concentración del espíritu y en este crecimiento hacia Dios, conteniendo enérgicamente los ataques de su pensamiento, se acerca interiormente a Dios, entra en posesión de los bienes inefables, gusta el siglo futuro, conoce por el sentido espiritual cuán bueno es el Señor, según la palabra del salmista: «¡Gustad y ved qué bueno es Yahvé!» (Sal 34, 9).Sin querer quitaros la oportunidad de meditar sobre estas frases por vuestros propios medios, me gustaría llamar la atención sobre algunos aspectos.
Llegar a la trinidad del espíritu, conservándolo uno, y unir la oración a este cuidado, esto no es demasiado difícil. Pero perseverar largo tiempo en ese estado generalmente inefable, ésa es la dificultad misma. El trabajo sobre cualquier otra virtud es insignificante y ligero en comparación. He aquí por qué muchos renuncian al encierro de la virtud de la oración y no llegan más que a los grandes espacios abiertos de los carismas. Pero a los que son pacientes los están esperando los más grandes auxilios divinos, que los sostendrán y los llevarán gozosamente hacia adelante, haciéndoles fácil la dificultad misma y confiriéndoles una aptitud angélica. Dichos auxilios otorgan a la naturaleza humana la posibilidad de vivir según las naturalezas que la sobrepasan. El profeta lo ha dicho: «Los que esperan en Yahvé renuevan sus fuerzas, remontan el vuelo como águilas, corren sin fatigarse y caminan sin cansarse» (Is 40, 31).
En primer lugar, San Gregorio establece una clara semejanza entre Dios y el Hombre, Dios es trino y uno desde el principio de los siglos, mientras que el Hombre puede alcanzar esa naturaleza. Nos encontramos ante uno de los misterios de la religión cristiana que la Iglesia Romana ha transmitido a los fieles de forma dogmática. Entraríamos aquí en una de las polémicas entre la Iglesia Ortodoxa y la Católica Romana. Lejos de mí entrar en esa discusión. Pero sí resulta interesante aprovechar la metáfora utilizada por San Athanasios el Grande, Patriarca de Alejandría, para explicar el misterio de la Santísima Trinidad. Para ello utilizó las figuras de la Fuente, el Río y el Agua del Río. La Fuente es el Padre, de quien procede el Espíritu Santo.
El Río es el Hijo, quien envía, tal y como anunció el propio Cristo, el Espíritu Santo, después de su sacrificio voluntario en la Cruz y de su Gloriosa Resurrección. El Agua del Río es el Espíritu Santo, él es quien distribuye la gracia y los "dones". Así, pues, las tres personas (entidades que tienen una real e individual existencia), de la Santísima Trinidad, son indivisibles, como lo muestra el ejemplo: La Fuente, el Río y el Agua del Río son, los tres, de la misma esencia.
La semejanza a que alude San Gregorio queda muy bien explicada con las palabras de San Athanasios. En el Hombre están presentes los tres componentes, ninguno de los tres puede tomar preponderancia sobre el resto. La Fuente es el Yo interior, el Río es el Cuerpo y el Agua el Alma. ¿Dónde se ha visto un río sin agua? ¿Dónde hay un río si cauce? Pero con todo ser fundamentales alma y cuerpo, si no hay fuente, si no conservamos adecuadamente la fuente, el río desaparecerá. Por eso el santo insiste: “La conversión del espíritu hacia sí mismo consiste en cuidarse a sí mismo.”
Sin embargo, San Gregorio nos advierte de que el trabajo que conlleva ese cuidarse a sí mismo, o sea descubrirse y cuidarse, es inmensamente más sacrificado que perseverar en cualquier virtud. Por este motivo algunos llega a atisbar la Fuente, el Yo interior, pero pocos son capaces de perseverar en esa interiorización y, en la mayoría de los casos, no somos capaces de ir más allá de recibir la Gracia de Dios en forma de carismas, dones.
No todo está perdido, ni debemos, por ello, de desesperar. Solamente con esperar en Dios, seremos capaces de acceder a experiencias místicas inenarrables. Se apoya en un versículo del profeta Isaías: “Los que esperan en Yahvé renuevan sus fuerzas, remontan el vuelo como águilas, corren sin fatigarse y caminan sin cansarse”
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