Existen esencialmente dos amores extáticos en el Espíritu: el amor del corazón y el amor del éxtasis. El primero corresponde a la iluminación; el segundo a la caridad. Tanto uno como el otro sustraen de las sensaciones al espíritu que movilizan. El amor divino es esta embriaguez espiritual (y añade el traductor: lo más elevado en la naturaleza) que suprime el sentimiento de cualquier relación con el mundo exterior.
Permitidme que haga al respecto alguna precisión.
Para empezar debemos señalar que todo, descripción y graduación, se fija en base al Amor. Esto es, ni se trata de un arrobamiento o embobamiento del individuo, ni se trata de un estado de satisfacción personal rayana en el egoísmo.
En segundo lugar, establece dos fases: primero la que podríamos decir intimista, el descubrimiento de la realidad en nuestro interior, la iluminación, seguida de un estallido de amor, la caridad, por el que salimos de nosotros mismos. Y es en esta segunda fase cuando nos sumergimos en el Amor Divino que curiosamente tiene esa faceta del desapego que hemos venido practicando en nuestro caminar hesicasta. Porque esa “embriaguez espiritual” no es nos haga indiferentes al resto del universo, sino que rompe vínculos preferenciales. Es la impresión del borracho, hecha vivencia permanente, de que TODO EL MUNDO ES BUENO. ¡Qué curioso, hasta de los borrachos podemos aprender!
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