Gen. 22
Probablemente sea este el capítulo que más perdure en la memoria no ya del cristiano, sino de todo aquél que se ha acercado a las Sagradas Escrituras. Tantas veces se nos ha puesto, inadecuadamente, como ejemplo extremo de sacrificio a Dios que se nos ha quedado grabado como algo inalcanzable para nuestras fuerzas. Enfrentándonos a un sentimiento paterno-materno filial se le ha hecho perder totalmente el significado e incluso ha servido para predisponernos negativamente ante supuestos sacrificios mayores: si no entendemos el sacrificio de nuestro “hijo”, ¿cómo vamos a entender y aceptar el sacrificio “propio”?
En efecto, se nos presenta un Abraham que obedece ciegamente la voz de su dios que “caprichosamente” y al más puro estilo pagano le pide, ni más, ni menos, que le sacrifique a su hijo Isaac, su único hijo, aquél que tanto ansió.
Se nos plantean, pues, varias cuestiones aparentemente contradictorias e incluso inviables sobre las que meditar. ¿Podía Abraham, el modelo que se nos propone, disponer de la vida de su hijo? ¿Por qué planteaba Dios una prueba que, analizada racionalmente, no podía llevar hasta las últimas consecuencias? ¿Cómo iba el Dios de la Vida a pedir la muerte de un hijo? Si Dios había ido “persiguiendo” a Abraham para darle un pueblo numeroso como las estrellas que disfrutara de la tierra que le había dado, ¿a qué viene ahora pedir la muerte de su descendencia? Y puestos a pedir ¿por qué no pedir la vida del mismo Abraham?
¿Contradicciones o malas interpretaciones?
lunes, 7 de diciembre de 2009
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