El hombre no deja de ser un ser vivo atado provisionalmente a este mundo. Dicha atadura lo hace semejante al resto de los animales. Lo mismo que mamamos como lo hace el lechón, temblamos como cualquier otro cachorro y nos comunicamos como cualquier otro ser vivo. Venimos serenando nuestro cuerpo con una buena postura y una respiración profunda y venimos tomando conciencia de la brevedad de nuestra vida y de lo limitado de nuestras capacidades. Sin embargo la mente todavía lleva el timón, todavía quiere analizarlo todo, quiere ser ella la primera que descubra a Dios, pero, al mismo tiempo, no puede dejar de recordar los “problemas” que nos rodean. Toda lucha contra la mente es inútil, porque solo somos capaces de contraponerla a sí misma y generar más y más pensamientos. No, no es la solución. Pero, lejos de carecer de solución la tenemos, una vez más, delante de nosotros mismos, en la naturaleza.
En efecto, todos los animales emiten sus gritos característicos como reafirmando su naturaleza. El león ruge mostrando su fuerza y la tórtola manifiesta la fidelidad a su pareja con el continuo arrullo. Pero también llaman la atención de sus semejantes Y ¿nosotros qué hacemos o qué debemos hacer? Pues, lo mismo: gritar.
Si estamos buscando nuestro Yo interior, si somos Hijos de Dios, tenemos que manifestarlo. Debemos hacer que nuestra mente esté ocupada en repetir el Nombre de Dios. Una y otra vez sin descanso. En todas las religiones se recitan versículos y jaculatorias, pero no se da la más mínima explicación, ni “biológica”, como acabamos de hacer, ni, menos aún, otras de mayor calado filosófico.
Podemos pensar en frases complejas o sencillas palabras, incluso monosilábicas. Dará lo mismo, porque lo único que se pretende es “entretener” la mente. Dios vendrá cuando vea nuestra disposición, no cuando oiga nuestras palabras. Dios vendrá no al ritmo de nuestras palabras, sino al sentir de nuestro corazón.
sábado, 7 de noviembre de 2009
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