Me encontraba hace un momento, preguntándole a Dios qué podía hacer yo para ayudar a cambiar lo que de malo veía en el mundo, qué podía hacer yo para superar mi obsesión de ayudar, qué podía yo hacer, en fin, para transmitir a los que tengo a mi lado algo de lo que llevo en mi interior. ¿Cómo podía yo en la extrema pequeñez de mi ser insertado en tal extrema infinitud como es la de Dios pretender mover siquiera un solo grano de arena?
Me asomé a la ventana. El cielo azul presentaba su sobrecogedora inmensidad, sin por ello agobiar. Los árboles que rodeaban y rodean la casa parecían perfectos en su imperfección. Daban sombra, pero nadie se la había pedido. Ni siquiera ellos sabían que la daban. Se limitaban a crecer, a recibir la luz del sol y hacer su fotosíntesis, algo que nadie les había explicado y que probablemente ellos ni siquiera sabían que estaban haciendo. Las flores de las enredaderas que cubrían la impudicia de la construcción humana daban su toque de color y me daban la sensación de paz, algo que necesitaba, pero que yo no había pedido a las flores.
La respuesta estaba ahí, oculta, como oculto está el mensaje de los constructores en las catedrales Es el lenguaje de los pájaros y el de las flores y el de las piedras y el de la Creación entera, incluso el lenguaje del propio hombre que, paradójicamente, cae en la estulticia de no entender ni su propio lenguaje. Porque, ¿os imagináis que el pájaro canta para agradar vuestros oídos? ¿Acaso, las flores persiguen colmar vuestra vista con sus colores o embriagar vuestras mentes con sus olores? ¿Por un casual las estrellas lucen en la noche para que vosotros os quedéis embelesados mirándolas? Pero lo hacen bien, ¿verdad? No se quejan de su suerte: es lo que tienen y lo comparten, a veces, muchas veces, sin saber quien lo recibe.
Fr + Fernando
miércoles, 5 de agosto de 2009
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