No lo podía creer, parecía fruto de mi imaginación o, aún peor: me había trastornado “la calor” Entender a los árboles, a los animales y a toda la creación es un privilegio que nos dio Dios por llevarle a Él en nuestro interior, pero que me alabaran al paso no podía ser sino un error. Les pregunté por qué gritaban y me alababan. Y todos a una me contestaban: “Uno como tú, si no fuiste tú, nos sembró y luego nos trasplantó y cuidó, nos regó y nos podó y cuando viejos nos volvemos nos corta y pone a otro en nuestro lugar. ¿Quién eres tú sino Dios?”
Por mucho que les dije y razoné, no dieron su brazo a torcer. Siguieron empeñados en que yo no podía ser otro que Dios.
Andaba yo preocupado por este hecho, porque algo tenía que significar y lo hablé con mi amigo el abeto que situado en su amplio jardín vivía su vida con otro sentir. “Claro, me decía, mis congéneres no han visto más cosas que árboles y hombres y los hombres los crean y los destruyen: para ellos vosotros no podéis ser sino dioses. Yo, sin embargo, plantado por aquí, tengo otras perspectivas: veo, por ejemplo, una gran variedad de animales y vi y ahora veo máquinas que ellos no han visto, ni verán. Pero, no sé de qué te has de extrañar. Así sois los hombres: a pesar de lo que vivís y estudiáis, sois incapaces de dejar de pensar en Dios como si fuera un hombre más y así os va que Lo estáis llegando a despreciar de tanto y tanto manipular.”
¡Qué razón tienes, abeto, una vez más! Hacemos a Dios a nuestra imagen y semejanza y esta figura no aguanta el más mínimo ataque de la razón. Al Creador Padre de Todo no se le conoce con la razón, por mucho que nos pueda acercar hasta su “casa”, sino con la inteligencia. Así, la mejor forma de encontrar a Dios es escuchar y mirar y palpar y saborear y olfatear. Todos están llamados, pero no todos lo conseguirán.
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