Andaba yo buscando a Dios. No sabía bien cómo, ni dónde, ni cuándo. Buscaba en los montes y en los campos, en los mares de agua y en los de arena, en la guerra y en la paz,… Preguntaba al sabio, al intelectual, al que era todo bondad, al místico, al que buscaba como yo,… Todo y todos me decían algo: no es el viento, es todo, es eterno, todo lo puede,… Palabras y más palabras. Era un guirigay, todos andábamos revueltos, corrillos en las plazas, cada uno aleccionaba a los demás sobre cómo debía ser: unos con gestos grandilocuentes, otros con palabras buscadas ex profeso en el diccionario, algunos escribían libros voluminosos,…
Estaba sentado en el suelo, en un rincón de la plaza. Cualquiera podría pisarlo, pero todos lo evitaban. Era anciano y reía con la fuerza de un joven, pero nadie parecía verlo, ni oírlo, como tampoco parecían ver el canasto que había a su lado. Me picó la curiosidad y me asomé a ver el contenido del cesto: era un niño recién nacido pero con una vitalidad que traspasaba sus blancas vestiduras. Le pregunté al anciano porqué se reía. No podría asegurar quién me respondió. De si fue el anciano o el niño o ambos dos, no estoy seguro yo. Pero sé que se me contestó: “Muchos son los llamados y pocos los elegidos, porque todos quieren buscar la imagen que de Dios tienen. La Luz y la Vida por todas partes están, pero son como son y no como quieran los demás. ¿No te parece razón para hacernos reír?” Con rabia y suficiencia les contesté, engreído de un conocimiento que, claro está, no alcanzaba a poseer: “Si quieres decirme que eres quien yo busco, te diré que tú no puedes ser porque eres viejo, porque dices que sois los dos, porque andas por los suelos, porque no tienes compasión,…” “¿Ves cómo tengo razón yo? ¿Quién te dice cómo ha de ser Dios?”
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