Muchos de entre nosotros habrán pasado estas fiestas navideñas de escándalo. En plena crisis de valores que los medios de propaganda del sistema se empeñan en traducir como crisis económica, muchos habrán pasado estos días a remolque de esa otra propaganda consumista que nos induce a comprar todo aquello que no necesitamos comprar, a experimentar aquello que nada nos aporta o a pavonearnos de nuestra superior capacidad adquisitiva, aunque muchos luego, a lo largo de los próximos meses, tengan que estar a pan y agua. Absurdos de nuestra existencia.
Pocos, sin embargo, habrán vivido estos días como un proceso de renacimiento. Pocos, porque muchos son los llamados y poco los elegidos. Pero suficientes para el desarrollo del “programa Hombre”
Llegamos ahora a la última de las fiestas que casi todo el mundo dice de los Reyes Magos, por eso de los regalitos, y casi todo el mundo olvida de llamar Epifanía, esto es manifestación de Dios. La liturgia cristiana es rica en manifestaciones de gran contenido. Lamentablemente el significado de muchos rituales, festividades y símbolos se ha perdido o tergiversado. Liturgia significa en griego “obra social” o “servicio público” y eso es lo que hacía Jesús un servicio a la sociedad humana, poniéndole delante de sus ojos y dándole caponcitos para que los mantuvieran abiertos las realidades que debían y debemos aprender.
Normalmente nos quedamos en que la Epifanía es la manifestación de Dios a todos, no solo al pueblo judío. Y ahí nos quedamos. Se conjugan en esa escena de la “adoración” de los Magos varios aspectos a tener en cuenta: la propia asistencia de los Magos, la presencia de los pastores y los regalos que unos y otros le hacen al Niño.
Los pastores atienden a la mera naturaleza humana, a la más material: le traen comida. Jesús no viene de paseo y sin necesidades. Es un hombre en toda la extensión de la palabra. Pero en ese hombre los Magos, que probablemente pertenecieran a la casta sacerdotal de Zoroastro que durante algún tiempo gobernó la antigua Persia , reconocen unas virtudes que en el resto de los hombres permanecen ocultas que no es lo mismo que inexistentes. Y esas virtudes las simbolizan con sus regalos que no pretenden apabullar a los humildes pastores, sino ponerles de manifiesto que lo que en ese Niño destaca, también lo tienen ellos, los pastores, más o menos oculto, más o menos a flor de piel. El oro de la Sabiduría y el Conocimiento, la Verdad como esencia divina; el contacto permanente con Dios como forma sacerdotal que se evidencia con el incienso y la capacidad de salvarse a sí mismo y con ello a los demás, la sanación, manifestada en la mirra.
Así, pues, el oro, el incienso y la mirra no eran solo un presente al Niño, sino un mensaje para todos los hombres que, poseedores de esas mismas virtudes, porque en su naturaleza en nada diferían de ese Niño, solo tenían que desarrollarlas, siguiendo el ejemplo de Éste.
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