No hace falta ser demasiado buen observador para percatarse como una misma persona, un mismo hecho, un mismo animal, un mismo vegetal o una misma cosa, son evaluados de diferente forma según quien los mire.
Podemos hablar del cristal de las gafas con que miremos a ese ser. Podemos hablar de las circunstancias en que cada observador se encuentre. Podemos hablar de muchas razones para justificar esas diferencias. Todas serán falsas. Todas serán una engañifa para dejar a salvo nuestras propias vergüenzas. ¿Os habéis dado cuenta de que todas las causas justificativas de tales diferencias son externas a nosotros?
El poder creador del hombre tiene ramalazos de soberbia. El hombre no admite como propios los defectos que ve en los demás y no se percata de que está manipulando su propia creación, atribuyendo a los demás los defectos propios. Se ha puesto delante cientos de espejos. A uno le ha puesto el nombre del vecino, a otro el del compañero de trabajo, a otro el del político que es incapaz de hacer lo que él haría para resolver los problemas del país o de la ciudad (todos somos capaces de resolver de un plumazo lo que el inútil de turno parece incapaz de hacer), a otro le ha puesto el nombre del friki de moda que todos llevamos dentro y pocos se atreven a airear, y así un largo etcétera. Se trata de un procedimiento educativo complejo, sutil, altamente eficiente cuando se conoce y se aplica correctamente, pero que, lamentablemente, pocos son capaces de darse cuenta de la poderosa herramienta que tienen a su alcance. Todos nosotros, alguna vez en la vida, hemos confundido el espejo con un personaje real e independiente de nosotros mismos. Confundidos rompemos a martillazos, con el martillo de la crítica, el espejo en mil pedazos y multiplicamos su efecto demoledor, nos enfrascamos en una denodada lucha con otros mil gigantes, convencidos de su maldad o de su estupidez y nos alejamos, cada vez más, del mensaje.
Sin embargo, cuando el hombre conoce al ser que lleva dentro, cuando se conoce a sí mismo, se encuentra capacitado, no para ver la imagen del espejo, sino para mirar en él, para utilizarlo y superar esos “defectos” (¿?) que cada uno tiene. Y así podemos tratar, inmisericordemente, pero con vigor, con espíritu de justicia y de caridad, esos nuestros propios defectos. Pero, ¿ha terminado todo? No, ahora se produce una reacción en cadena. Ahora, nosotros, que al mismo tiempo somos espejo de otros, producimos una tal interferencia en la imagen que los otros veían, que nos convertimos en revulsivo de sus mentes. Sobrepuesta a la imagen negativa que aún ven de sí mismos, aparece la del hombre nuevo en que nos hemos convertido. Es un chispazo, un instante, visión suficiente para el que está preparado e inútil para el ciego espiritual (Lc 16, 19-31). Después vendrán más espejos, unos los usarán para acicalarse y otros para estudiarse.
Y tú, ¿qué haces?
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