domingo, 30 de mayo de 2010
El Silencio (1)
El silencio es imposible. El silencio es incompatible con la vida. La vida emite “sonidos” más o menos audibles. El silencio como ausencia total de sonido es una entelequia. No es ese silencio el que debemos buscar.
Silencio es conocer el auténtico ritmo de las cosas que nos rodean. Silencio es escucharnos a nosotros mismos y a los demás. Estamos inmersos en un mundo de ruidos. Todos hablan al mismo tiempo, los ritmos musicales se vuelven cada día más frenéticos, como la propia vida: oímos, pero no escuchamos. Nos estamos separando del silencio. Pero no porque hagamos ruido, sino porque cada día nos resulta más difícil escuchar. Hay una contaminación sonora que nos impide distinguir lo fundamental de lo superfluo. Nuestra mente divaga como una mariposa de flor en flor, atraída por una paleta de colores cada día más amplia y cada día más engañosa.
Hace tiempo me preguntaron: Y yo que llego agobiada del trabajo, preocupada por la hipoteca, las deudas, las enfermedades,… ¿cómo puedo aparcar las prisas? ¿Cómo puedo dejar a un lado las cargas? ¿Cómo puedo escucharme para conocerme mejor? Y, más difícil aún, ¿cómo me pongo en disposición de entregarme totalmente a Dios? Entonces no supe qué contestar. Yo tenía una vida fácil que me permitía todo eso y más, pero no sabía hacerlo extensivo a los demás.
Somos rebeldes y nuestra rebeldía nos hace incapaces de escuchar, nos inhabilita para el silencio. Uno de los votos religiosos tradicionales, la obediencia, es tal vez el más incomprendido. Parece que estemos creando un grupo de seguidores fieles y ciegos tras un líder manipulador. Al menos esa es la creencia de muchos que solo han llegado a ver los rescoldos de lo que fue una gran hoguera de Amor. Nuestras religiones, y todo lo que las sustenta, se han quedado prendidas del Cielo por alfileres dogmáticos inadmisibles, por injustificados, para el hombre moderno que olvida la humildad que deberían recomendarle sus limitaciones y cree saberlo todo e inexplicadas por quienes detentan la obligación de hacerlo porque, como decía René Guenón, están perdiendo la conexión espiritual con la Tradición primitiva. Y pocos se han preocupado de desarticular esa lógica dañina e irrefutable en sí misma, pero no en sus premisas.
La obediencia propugnada en sus orígenes no se refiere tanto al acatamiento de la voluntad de otro al que supeditamos la nuestra propia, como a la aceptación de esta vida, con sus alegrías y sus tristezas, como experiencia que no nos ha tocado vivir, sino que hemos aceptado experimentar.
Es frecuente, demasiado frecuente, que en nuestras conversaciones cotidianas oigamos las quejas de nuestros interlocutores sobre las desdichas del día a día, sobre lo malos que son los políticos, sobre la delincuencia que asola nuestras calles, sobre lo malos que son nuestros vecinos, … Siempre nos estamos quejando. Debemos aprender a aceptar las cosas como son. La persona que tenemos en frente o a nuestro lado es como es y no como nosotros queremos que sea. Hoy hace calor y mañana hará frío y lloverá, por mucho que nos quejemos no podremos cambiarlo y, sin embargo, algo hay en todos estos hechos que debemos aprender. La vida es un libro que debemos leer, podemos ver una versión cinematográfica que nos condensará todo en unas horas y nos desviará la atención sobre los efectos especiales o podemos, peor aún, dejar el libro en casa y marchar a la calle “de copitas” o resolver lo que creemos es nuestra vida. Estaremos perdiendo miserablemente el tiempo.
Así, pues, aceptemos la vida como es, sin rechistar. Así estaremos en condiciones de acallar nuestra mente, de traer a ella el silencio, como no divagación, que necesitamos para escuchar y comprender el mensaje divino.
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