“Explícame, entonces, padre mío, por qué ponemos todo nuestro cuidado en introducir en nosotros nuestro espíritu y no nos equivocamos al recluirlo en nuestro cuerpo.”
La respuesta de Gregorio es muy larga, tendremos que fraccionarla a lo largo de los próximos días. Empieza diciendo así:
“Nuestro cuerpo no tiene en si mismo nada de malo; es bueno por naturaleza; sólo existe algo dañino en él: el espíritu camal, el cuerpo prostituido al pecado. El mal no viene de la carne sino de aquel que la habita. El mal no consiste en que el espíritu habite en el cuerpo sino más bien en que la ley opuesta a la ley del espíritu se ejercite en nuestros miembros. He aquí por qué nos revelamos contra la ley del pecado y la expulsamos del cuerpo para introducir en él la autoridad del espíritu. Gracias a esta autoridad fijamos la ley, la naturaleza y el límite de su ejercicio a cada potencia del alma, a los sentidos y a los miembros del cuerpo; a cada uno lo debido: esta obra de la ley lleva el nombre de temperancia; a la parte apasionada del alma le procuramos el hábito excelente que es la caridad y, a la parte razonable, la mejoramos arrojando todo lo que se opone a la ascensión del espíritu hacia Dios: este aspecto de la ley se llama sobriedad. Aquel que purificó su cuerpo por la temperancia, aquel que por la caridad ha hecho de su ira y de su concupiscencia ocasiones para la virtud, aquel que ofrenda a Dios un espíritu purificado por la oración, adquiere y ve en sí mismo la gracia prometida a los corazones puros... «Llevamos este tesoro en vasos de barro» (cf. 2 Cor 4, 6-7); entended por ello nuestro cuerpo. ¿Cómo entonces, reteniendo nuestro espíritu en el interior de nuestro cuerpo, faltaríamos a la sublime nobleza del espíritu?”
Para San Gregorio es evidente que el espíritu está unido al alma y al cuerpo, pero el espíritu se encuentra trabado por la ley del “pecado”, esto es por las tendencias, preocupaciones, limitaciones, etc. de este mundo físico. Se trata en resumen de un “espíritu camal” o sea encadenado, atado o, si se quiere, esclavizado. Se trata de evitar su comportamiento disperso, pasional y extremadamente racionalizado. Para ello, San Gregorio propone la virtud de la temperancia, de la caridad y de la sobriedad.
Atemperar significa moderar, moderar la actuación de las potencias del alma en su relación con el cuerpo, no dejarse llevar por la actividad embriagadora de nuestros sentidos y de nuestros órganos (¡Ojo! Moderar no significa anular)
La pasión, en el sentido dado por el santo, supone un “amor” exagerado hacia nosotros o hacia un prójimo o grupo de prójimos. Por tanto es excluyente del resto de nuestros semejantes y, más aún, del resto de la Creación. Es necesario, pues, recurrir a la caridad, esto es amar al prójimo como a nosotros mismos, sin limitaciones, diferenciaciones o cortapisas.
Finalmente, nos habla de la sobriedad, pero lo hace con un sentido genérico. No se trata de la sobriedad en el comer o en el dormir, sino en el pensar. Frenar la divagación o el análisis excesivo basado en el error de creer que con la razón y solo con la razón podemos llegar a “ver” a Dios.
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