
Ya hemos preparado nuestra casa para recibir al Huésped. Nos hemos tomado nuestro tiempo en hacerlo. Hemos dado mil y un repasos, porque todos los detalles nos parecen pocos para agradarle y así debe ser. Hemos dejado resueltos nuestros conflictos, nuestras deudas, para que cuando estemos agasajando al Huésped, nadie tenga que interrumpirnos, para que cuando estemos hablando con nuestro Huésped, nuestra mente esté concentrada en Él. Hemos hecho nuestros ejercicios de humildad porque somos dados a presumir, a hacer alarde de lo que creemos poseer o ser, y eso molestará al Huésped. ¿Estará todo listo?
Pues no, falta lo más importante: la entrega. No podemos acondicionar la casa y marcharnos, dejarle al Huésped solo por muy bien acondicionada y preparada que le hayamos dejado la casa. El Huésped necesita de nuestro calor, de nuestra presencia, de nuestra dedicación a Él total y absoluta, de nuestra plena entrega a Él. “Habla, Señor, que tu siervo escucha”.
En efecto, el mejor presente que podemos hacer a nuestro Huésped es nuestra disposición hacia Él. Abrir las puertas de nuestra casa es el primer paso; ponernos a plena dedicación a Él es el segundo paso, el más importante y el más difícil, si queremos compatibilizar nuestra hospitalidad con nuestra presencia en este mundo.
Decía Jesús que diéramos a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César y también que no nos preocupáramos por qué comeríamos, ni por qué beberíamos. Estar en este mundo es una experiencia inevitable, no por una ciega resignación, sino porque nosotros mismos, como hijos de Dios, así lo hemos querido como parte de ese proceso, siempre abierto, que es la Creación. No podemos, ni debemos, abandonar este mundo; pero tampoco podemos olvidarnos de nuestro origen, de Dios. De ahí la importancia de la oración continua que el propio Cristo y los Apóstoles recomendaban. Es la forma de luchar contra el olvido original, propio de nuestra naturaleza material, que nos impulsa a olvidarnos de todo lo que no es de este mundo. Alcanzar un equilibrio entre lo divino y lo humano es el grado de superación de lo que se ha dado en llamar “pecado original”, que no es una maldad, sino una limitación.
Fr+ Fernando
Pues no, falta lo más importante: la entrega. No podemos acondicionar la casa y marcharnos, dejarle al Huésped solo por muy bien acondicionada y preparada que le hayamos dejado la casa. El Huésped necesita de nuestro calor, de nuestra presencia, de nuestra dedicación a Él total y absoluta, de nuestra plena entrega a Él. “Habla, Señor, que tu siervo escucha”.
En efecto, el mejor presente que podemos hacer a nuestro Huésped es nuestra disposición hacia Él. Abrir las puertas de nuestra casa es el primer paso; ponernos a plena dedicación a Él es el segundo paso, el más importante y el más difícil, si queremos compatibilizar nuestra hospitalidad con nuestra presencia en este mundo.
Decía Jesús que diéramos a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César y también que no nos preocupáramos por qué comeríamos, ni por qué beberíamos. Estar en este mundo es una experiencia inevitable, no por una ciega resignación, sino porque nosotros mismos, como hijos de Dios, así lo hemos querido como parte de ese proceso, siempre abierto, que es la Creación. No podemos, ni debemos, abandonar este mundo; pero tampoco podemos olvidarnos de nuestro origen, de Dios. De ahí la importancia de la oración continua que el propio Cristo y los Apóstoles recomendaban. Es la forma de luchar contra el olvido original, propio de nuestra naturaleza material, que nos impulsa a olvidarnos de todo lo que no es de este mundo. Alcanzar un equilibrio entre lo divino y lo humano es el grado de superación de lo que se ha dado en llamar “pecado original”, que no es una maldad, sino una limitación.
Fr+ Fernando
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